viernes, 26 de octubre de 2012

EL BUSCADOR

 

JORGE BUCAY


Ésta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador. Un buscador es alguien que busca. No necesariamente es alguien que encuentra. Tampoco es alguien que sabe lo que está buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.



Un día, un buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó todo y partió.

Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó Kammir a lo lejos. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó la atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadoras. La rodeaba por completo una especie de valla pequeña de madera lustrada… Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar.

De pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar. El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos fueran los de un buscador, quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción: “Abedul Tare, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días”.

Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa roca no era simplemente una piedra. Era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en ese lugar… Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción, se acercó a leerla. Decía: “Llamar Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas”.

El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Este hermoso lugar era un cementerio y cada piedra era una lápida. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto, pero lo que lo colmó de espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido apenas sobrepasaba los 11 años.

Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio pasaba por ahí y se acercó. Lo vio llorar en silencio durante un rato y le preguntó si lloraba por algún familiar.

- No, no es por ningún familiar. – dijo el buscador - ¿Qué pasa con este pueblo?, ¿qué cosa tan terrible hay en esta ciudad?, ¿por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar?, ¿cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que la ha obligado a construir un cementerio de chicos?.

El anciano sonrió y dijo:

- Puede usted serenarse, no hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: cuando un joven cumple 15 años, sus padres le regalan una libreta, como ésta que tengo aquí colgando de mi cuello. Y es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella a la izquierda qué fue lo disfrutado; a la derecha, cuánto tiempo duró ese gozo. ¿Conoció a su novia y se enamoró de ella?, ¿cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla: una semana, dos, tres semanas y media...?. Y después, la emoción del primer beso: ¿cuánto duró: el minuto y medio del beso, dos días, una semana?. ¿Y el embarazo o el nacimiento del primer hijo?, ¿y el casamiento de los amigos?, ¿y el viaje más deseado?, ¿y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano?... ¿Cuánto duró el disfrutar de estas situaciones?… ¿horas?, ¿días?… Así vamos anotando en la libreta cada momento. Cuando alguien se muere es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ése es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido.